martes, 14 de mayo de 2013

NOCHES SIN MIEDO EN TAMAULIPAS Cuando jugar lotería es un acto de RESISTENCIA

NOTA DEL BLOG:
Las platicas de una o un tamaulipeco mientras juega loteria...............o va de visita,ocon la estilista, o con el dentista, o con quien se sienta en confianza PORQUE tampoco se puede platicar con cualquiera SE CORRE MUCHO RIESGO. antes te querias enterar de algo era facil...te subias a un taxi y el chofer te ponia al dia en un santiamen.....hoy MEJOR NO TE SUBAS y menos a esos que tienen nombre del equipo del equipo de futbol de CdVictoria . y no lo digo en broma....hasta en los videos de ejecuciones narcas los mencionan. creo que ahora es mejor enterarse siguiendo cuentas de tuiter a las que le tengan confianza
y va el grito del equipo¡ Correcaminos¡ ¡correcaminos¡ Ra-ra-Rá


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FUENTE  EMEEQUIS

NOCHES SIN MIEDO EN TAMAULIPAS

Cuando jugar lotería es un acto de

RESISTENCIA

 .
Tamaulipas se ha convertido hace años ya en una grosera carnicería liderada por zetas y golfos, por policías y ejércitos, en la que gente buena —hombres, mujeres, niños— han sido encerrados contra su deseo.
¿Cómo resistir al miedo, al secuestro de la voluntad? Vengan, veamos cómo ese ingenuo e inofensivo juego que es la lotería representa, en las noches cerradas, un grito de resistencia, una expresión de libertad.
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 POR LUIS GUILLERMO HERNÁNDEZ
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Tamaulipas.- Cuando la mujer grita desde el fondo del patio —¡Corre, cooorreeee y va corrieeendooooo… El Nopal… La Rosa!— y decenas de manos se liberan como un resorte y buscan corcholatas para cubrir sus cartones, cacería que va acompañada de risotadas y murmullos, lo que menos se espera uno es que en esa apacible noche de rumor tropical en abril, suceda algo más que un simple e inofensivo juego de lotería.
Los niños, sus primos más grandes, las tías, las muchachas con sus novios, algunos amigos de ellos, las vecinas de la otra cuadra, todos van llegando a eso de las 11, montan seis mesas en el patio trasero, abren sus Escuis sabor hierro o fresas, sus tecates bien frías, eligen cuatro, seis cartones, ponen sus 50 centavos por cada uno y comienzan a jugar. Así, como si nada, mientras Sonia (llamémosle así por seguridad) canta a garganta batiente: “¡Las Jaaaaraaas… Laaa Chalupaaa…!”.
Y de pronto brinca.
—Anoche mataron a 19 en El Mante. ¿A poco no supieron? —pregunta alguna voz de entre las mesas.
—¿A cuántos?
—Diecinueve… Los dejaron en unas bolsas negras, sin las cabezas, puros troncos… todos ahí sobre el camino del Hotel Monterrey… por ahí… —dice una mujer. La frente cruzada de pliegues, esos que se forman si uno se resiste a que el asombro se escape por el rostro. Los ojos puestos en sus cartas. Las manos sin temblores. Las miradas de casi todos encima de ella.
—¿Pero no fue hace tres días? —cuestiona una voz de hombre, cantadita, que denota de inmediato su origen norteño—. Porque hace tres días se supo de algo, claro que se supo de algo de unas bolsas.
—No. Si éstas son otras. Sabe, tú… nooo. El Mante está feo ¿ves? Orita, desde las ocho, ni alma en la calle. Era tranquilo, pero pues ya no. Pachangueabas, dos, tres, cuatro de la mañana. Orita no… ¿ves? —dice.
—Ay, cabrón —digo. De los 25, quizá 30 jugadores de todas las edades, la mayoría hace eco de la noticia sobre los muertos de El Mante sin dejar de colocar las fichas en sus tablas de lotería. Incluidos los niños.
—Jueguen, ya. ¡La Escaleraaa… El Gorritooo! —pregona Sonia desde el extremo del patio. Los muchachos se miran entre sí. Los niños abren los ojos, como si los destellaran.
—¡El Bandolón… El Pescado… La Bota! —insiste la gritona, tamaulipeca de cepa. Delgada como esos carrizos que crecen en los márgenes del río Bravo, como una sombra tatuada en los párpados cuarentones, que de pronto le tiemblan como si abanicaran las mejillas, acomoda las cartas en su mano izquierda, toma una con la derecha y sigue:
—Ay, éstos… Ya van a empezar con sus porquerías… ¡El Melón… El Catrín!
—¡Uh… ya amarré! —grita un niño y entonces los rumores se incrementan. Desde todas las mesas se multiplica el ruidero de fichas y voces. Aquel murmullo, primero tímido como olas sin espuma, ya es contundente como un mar muy picado, gritos que se funden y confunden con la cantada de las cartas, el juego, la lotería y las noticias de El Mante, de la muerte. El niño ya amarró… en El Mante, dicen… ¿con qué amarró?… que otra vez en El Mante… amarró con El Melón.
—¡Las Jaaaraas… La Chalupa…! —sigue Sonia y agudiza el tono.
—Ya amarré yo también —grita alguien de más allá. El ruidero es entonces el de un estadio en domingo. ¿Cómo se vive con esa montaña rusa de emociones de tan distinta índole?
—¡La Gar…
—¡La Garza, buenaaaa, buenaaaa! —interrumpe un niño. Se desata por todo el patio un ¡nooooo! sonoro, festivo, desordenado.
—¡Buenaaaaa! —grita otra vez el chamaco. Nueve años. La cara una luna roja, los ojos un par de enormes uvas negras. Completamente negras. La sonrisa inocultable, tan amplia, tan plena. Ha ganado la primera partida de la noche. La segunda hilera horizontal.
—¡Se la echaron… se la echaron! —se desternilla la mitad de la gente en el patio. El hijo de la propia Sonia es quien ha ganado.
Nadie habla más de los embolsados de El Mante. El niño ha ganado. Si cada tabla cuesta al participante 50 centavos, y cada cual utiliza entre tres y cinco a la vez, el premio para el niño asciende a casi 50 pesos, más otros 20 que van a un fondo denominado “el pocito”, que se acumula a lo largo de la noche.
Los muertos de El Mante ahí, en medio de la risa del niño, que ha ganado.
En espera de la segunda tirada, el patio vuelve a la calma. Por unos instantes.

PLAYAS SIN CORONAS

Asomarse a ese barullo es como adentrarse a la asamblea clandestina de un grupo de la resistencia, es una manera de evadir el silencio obligado de una ciudad sometida a un toque de queda.
Esta, la que nos cobija hoy, es una típica casa tamaulipeca, como tantas otras en este tiempo: su corredor vedado, un muro horadado por una bala disparada desde la calle, el ventanal tapiado con madera para detener los plomazos. La virgen de Guadalupe se yergue sobre el quicio de la puerta principal —“Nuestra Reina Morenita bendice este hogar”— y una jaula se balancea sin cotorritos, abatidos hace unos meses en una refriega que pasó por la calle y dejó a su paso el daño colateral más barato que haya pagado esta gente.
Y adentro la fiesta. Que no se adivina desde afuera. En el patio, resguardado por la misma casa y por muros cada vez más altos, que dan a calles solitarias por las que es necesario vadear y brincar al paso de tres o cuatro gatos acalorados, ratas, mucha basura y cucarachas del tamaño de tortugas diminutas.
Si se tuvo suerte, el trayecto habrá sido terso, sin balaceras, ni asaltos, ni apañes sorpresivos. Tal vez sólo el encuentro con las torretas amarillas y rojas de patrullas sin sirenas; con las luces blancas, hirientes, de las toscas tanquetas militares de zumbidos secos, que de tanto en tanto se pasean dominando la noche.
—¡A dónde van!
—Vamos a casa de mi mamá, oficial.
—Bueno, con cuidado, ya es muy noche, arre.
—Gracias, señor.
Y así. Hasta encontrar un zaguán —Buenas noches, doña. Ya venimos a jugar. Buenas noches, mijo. Pásenle al fondo, ahí están las muchachas— y el bullicio nocturno, que se repite todas las noches de todas las semanas, como ha sido todos los meses desde que comenzó la guerra.
—¿Ya pagaron todos allá… los de aquella mesa? —reclama la gritona desde el fondo de la casa, presidenta del festejo.
Sonia apenas deja pasar unos cuantos segundos, sin escuchar respuestas, y avisa de la nueva tirada. Las manos se apresuran a vaciar los tableros. Apuran el trago de cerveza. El mensaje vía teléfono celular. El tuit.
Aderezan con chamoy y limón los churritos de maíz, los cacahuates, y hacen salivar a quien los observa mientras se escucha: “Corre y va corriendo. ¡El Violonchelo… Vio-lon-chelo…!”.
La gente sabe que Sonia elige la suerte a su antojo: una carta de arriba, una del medio, una de abajo. Nunca en el mismo orden, siempre sin ver hacia el mazo de cartas.
—¡El Arpa… La Sirena! —los jugadores, sean grandes o no, asumen con orden inusitado y seriedad el reto.
—¡La Corona! —lanza Sonia, y entonces, otra vez, entre el murmullo del juego se cuela un comentario:
—No dejaron vender Corona en las playas de Madero —me cuenta uno de los compañeros de mesa.
–¿No dejaron, quiénes?
Ellos.
—¿Quiénes ellos? —pregunto de nuevo. Me olvido de las corcholatas que van acomodándose en los tableros de los demás, de los niños que escuchan con avidez a Sonia, de las ansias del triunfo momentáneo pero placentero. Sabroso.
Ellos. En toda la playa, ora en Semana Santa, todos los restaurantes de esa playa tenían prohibido vender Corona. Nomás Tecate.
—¿Quiénes… por qué? —insisto. Pero mi interlocutor se encoge de hombros. Lleva el dedo índice de su mano derecha a la mitad de los labios y me mira con los ojos desorbitados.
—Rafaguean los camiones, los secuestran.
—¿Los Zetas… el Cártel del Golfo?
—Andan diciendo que la mitad de la playa es de ellos. La Marina ya lo sabe, dicen. Que los negocios son de ellos. En el mercado le cobran a la gente. Hasta 10 mil pesos. En las tiendas. Hasta los pollos. ¿Las chamoyadas? Les cobran. ¿La barbacoa de los triciclos? Les cobran. Chamaquillos, como de 20 años. Se cuenta mucho del caso del señor ese que le descuartizaron al hijo… por entregar su cuota en pagos, que no le alcanzaba, pues… y le dijeron que así como él pagaba en partes, así en partes le regresaban al hijo.
Yo apenas escucho. Estoy en esas playas, en el Tamaulipas de los años ochenta, como si se tratase de una película mil veces contemplada. Mi niñez: esa albercotototota de arena oscura que no acaba nunca. Las pisadas de los cangrejos dibujando rutas, igual en las playas de Matamoros, que antes se llamaron Lauro Villar y hoy son Playa Bagdad, que las de La Pesca, cubiertas con los tonos más dorados del golfo y el atardecer de un durazno imposible en la Laguna Madre, la temperatura precisa del río Soto la Marina, la de Playa Miramar, en Madero.
En las mesas la gente comenta algo sobre el pago por derecho de piso, algo de “más de 40 comerciantes se han tenido que ir, un hotel de ahí lo dejaron a medio construir porque no quisieron pagar el entre”, algo sobre quién sabe qué.
Pienso en el eterno relajo que cubría las gradas del parque de béisbol de Reynosa, de las noches en el estadio de futbol del Tampico-Madero, la jaiba que de brava nunca ha tenido mucho. Y en el jolgorio. El gentío inagotable en noches de Semana Santa, los océanos de cerveza, los duelos interminables, a muerte, entre los ecos de los tríos huastecos que entonaban aquello que decía así: …de Altamira, Tamaulipas, traigo esta alegre canción y al son del viejo violín y jarana canto yo.
A los chillidos huastecos se sumaba la garganta rasposa de José Alfredo Jiménez: …olas altas, olas grandes, que me arrastran y me alejan, cuando anclemos en Tampico quédense un ratito quietas, tan siquiera cuatro noches, si es que entienden mis tristezas; y los órganos llorones de Rigo Tovar, de su himno: A orillas del río Bravo hay una linda región, con un pueblito que llevo muy dentro del corazón.
Qué borracheras, pienso. Qué amor por esta tierra. ¿Queda vivo algo de todo aquello, de todo eso que era Tamaulipas?
—Jueguen… jueguen… ya pasó La Sirena, mira —tercia la esposa de mi interlocutor, mirándome de frente, como reconectándome con el hoy, como si quisiera sacarme de aquella película que no he de volver a ver jamás.
—Mejor cuéntale lo que te pasó —le dice un hombre de pronto, como rogándole para que comparta conmigo, el visitante, su anécdota de la noche.
Y entonces, por la expresión de ella, por la forma en que mira hacia sus cartas, por cómo se escabulle el color de su rostro, sé que lo que voy a escuchar no tiene mucha relación con El Pino, la hermosa carta verde y amarilla de lotería que, entre risotadas expectantes, acaban de cantar en medio del alboroto.

“¡TÍRESE, MIJO… TÍRESE AL SUELO!”

Habla ella:
—Fue hace un rato ya, ¡chihuahua, hombre! Acababa de pasar lo de Monterrey, ¿sí sabes? Lo de la maestra que calmó a los niños. Pues igual pasó acá, pero en una fiesta. Hubo balacera y quedaron enmedio los chamacos. Mi Fermín (nombre ficticio) entre ellos. Nos avisaron y fui por mi hijo de volada, ¿veá? Él (su ?marido) no estaba… andaba trabajando en la plataforma. Ya se había sabido que Ellos habían puesto una manta. Que no saliéramos. Que nos quedáramos. Ora anda mucho eso. De esas cosas que dices: está cerca, no pasa nada, ¿veá? ¿Qué puede pasar? Pues, cuando llegué por el niño, estaba muuuy nervioso, ¿veá? Pobrecito. Pues lo calmé, nos calmamos y mejor nos fuimos. Y en el camino de regreso veníamos ya tranquilos y que nos pasan tres camionetas echas la mocha. Y atrás venían otras echándoles bala. Ahí en la calle, echándoles bala… yo… pus sí me espanté, ¿veá? No sé ni por qué artes me orillo y que le grito al niño “¡Tírese, mijo… tírese pal suelo… tírese!”. Se escuchaban los balazos en el coche… como zumbidos ¿veá? Imagínate mi desespera… (solloza, limpia su nariz, gimotea). El niño me decía “Sí nos vamos a morir, sí nos vamos a morir”, y yo “¡Que no, mijo, que no nos vamos a morir!”. Como una hora habremos estado así, ni sé. Bien calladitos, sin gritar… como pudimos abrimos la puerta, así, hechos bolita los dos… él adelante y yo atrás de él… al coche le tocaron varios tiros, pero gracias a Dios…
Entonces llora. Es un llanto espeso. Como una sopa de dolor. Con su mano izquierda la mujer, llamémosle Rosaura, seca el caldo que ha brotado de sus ojos, mientras con la derecha coloca una corcholata en la figura de El Borracho. Quiere ganar.
—¿Y ya se ha calmado? —pregunto a su esposo. Rosaura aún tiembla.
—Algo —responde. Toca con los dedos su pantalla del teléfono celular. Me enseña una página web con un mensaje. Un aviso de “toque de queda” para alguno de esos días en alguna de esas ciudades de esta entidad:
Gente tamaulipeca no tengan miedo, solo cuidamos su bienestar, cuidamos la plaza somos gente preparada no somos jovenes, crean, respetamos a la mujer no matamos civiles solo a la gente que es, no teman eviten los relajes nosotros no atacamos a gente que no es. no tengan miedo, los zetas los quieren asustar, los marinos no vienen por nosotros, es en contra de los zetas, este fin de semana respeten el toque de queda hoy y mañana pasado y a partir de las 12 am de el sabado y el domingo a partir de las 9 pm no salgan”.
—Nooo… si ya mucho que se calmó —agrega Rosaura, un ojo al juego y otro al teléfono de su marido—, lo peor, lo peor fue hace dos, tres años (2010 y 2011).
Rosaura y su esposo enlistan entonces: los toques de queda en Ciudad Victoria, la capital del estado. Las balaceras en Mier. Las plazas vacías en San Fernando. Los comercios cerrados en Reynosa. Las playas desiertas. Secuestros y emboscadas en la carretera que atraviesa Tamaulipas para llegar a la frontera con Estados Unidos. Lo intransitable que es cualquier camino despoblado cuando se asoma la noche. Las muchachas que son enviadas a los reclusorios de Matamoros para servir de diversión sexual a los narcotraficantes internos. Y ese algo que es muy parecido al estremecimiento, que “comienza aquí, en la mera boca del estómago, y sube”, vertiginoso, infame, hasta la base de la quijada. La entume. La congela. La paraliza completa, antes de que se pueda escapar un grito en plena balacera y eso signifique ser blanco de las balas.
Es algo que he visto relatar en otro lado. ¿Dónde? No lo voy a recordar en ese instante preciso sino hasta después: en la cuenta de Twitter @ValorPorTamaulipas, una suerte de alerta ciudadana, sin identidad precisa pero con veracidad irreprochable y valentía sin reservas, que desde hace un par de años da cuenta de todos los sucesos que nadie más se atreve a difundir: Tamaulipas es un hervidero de sangre, balas y miedo, en donde las autoridades, cualesquiera que sea su identidad, poco terreno le han podido arrebatar a quienes en verdad gobiernan.
—Nooo… si eso no es nada —tercia alguien a quien bautizaremos como David, un muchacho de acaso 19 años. Novio de una de las chamacas. Moreno. Muy delgado. La nariz un cacahuate rosado. Estudiante.
Mientras las mesas se alebrestan porque ha ganado quién sabe quién la segunda corrida, ¿o ya la tercera, cuarta?, en los ojos de David destella un brillo indescriptible cuando me suelta una pregunta:
—¿Quieres ver cómo hacen el chicharrón?

“UNA SOPA MUGROSA”

No bien alguien empieza a barajar el mazo, David me acerca su teléfono celular. Es un video. “Pa’ k se te quite l’ambre”, dice el asunto del mensaje.
Es Tamaulipas, de eso no hay duda. Algún lugar cercano a Camargo, un municipio próximo a Nuevo León, contiguo a San Fernando, aquella necrópolis improvisada donde fueron acribillados 172 migrantes, cuyas muertes causaron conmoción internacional.
El video es obsceno y explícito: armados con hachas, machetes, metralletas, un grupo de nueve hombres, quizá algunos más, interrogan, uno tras otro, a cuatro hombres y tres mujeres, todos arrodillados. Semidesnudos. Nombre completo y apodo. ¿A qué organización perteneces? ¿A qué te mandaron? ¿Dónde te detuvieron?
Cuando el interrogatorio concluye y ellos han señalado a qué comandantes de zona, policías, diputados, funcionarios estatales responden o de quiénes reciben cobijo y protección, el líder de los hombres armados, sin rostro, lanza una advertencia a la cámara:
“Esto va pa’ todos los mugrosos… de parte del Cártel del Golfo… sigan mandando pendejos y van a mamar”.
Es el arranque de una carnicería. Uno a uno, los arrodillados son decapitados de todas las formas imaginables. Un golpe certero de hacha. Un cuchillo en la yugular. Un corte de machete. Cinco, 10 segundos, a lo mucho. Muñecos que caen. Jirones de seres humanos bien bañados en sangre. Pedazos. Sólo pedazos.
En el patio se escucha el eco de fichas manipuladas. Algunas risas. Alguien que ya amarró tirada.
—¡El Paraguaaaas…!
David pregunta: “¿Parece una película… ¿veá?”. No puedo responderle. Siento miedo. El miedo que nace de atestiguar la animalidad más absoluta en que México entero ha caído. El juego que sigue su curso se confunde en mi mente: El Diablito… El Sicario… La Rosa… El Decapitado… El Soldado… La Muerte.
—¡Buena! —grita alguien. Y el murmullo jubiloso. Sonia que exclama a su vez: ¡Pocito, pocito!
Ahí están las imágenes, personas que han sido sacrificadas exactamente del mismo modo en que la Biblia describe que Dios ordenó a Moisés ofrendar a su hijo.
—Así los desaparecen —dice David. No deja de mirar el teléfono. No dejo de mirarlo a él.
—¿Cómo pueden acostumbrarse a vivir con esto?
—¿Y a dónde se va uno? —me reta.
La noche de la suerte empieza a cambiar. La mujer que está en mi mesa ha ganado la partida y con pocito: las cuatro figuras que están justo en el centro de la tabla. Hay gritos. Muchos gritos. Algarabía. Después de varias jugadas, no sé cuántas, el pocito ya acumula más de 150 pesos.
La lotería mexicana. Esa típica diversión ingenua y colectiva que se conforma con 54 figuras mezcladas en tablas de 16 cuadritos, que se van señalando con frijolitos, con piedras, corcholatas, conforme se cantan las cartas del mazo. La lotería típica de todo un país, con sus dibujos firmados por Don Clemente y la Gran Fábrica de Naipes Gallo, la de origen decimonónico, aparecida allá por 1887, cuando México aún no era una carnicería.
Entonces lo entiendo: por eso están reunidos.
Antes que quedar atrapados por el miedo a las balaceras, a los secuestros, a las extorsiones, a las persecuciones, a las amenazas, a la muerte, estas buenas personas —parientes, vecinos, amigos de todas partes del territorio tamaulipeco— han vuelto a reunirse al refugio del fresco de los patios, como hacían los abuelos, para pasar la noche en inocentes juegos de lotería y plácidas conversaciones.
Juegan noche tras noche, como un acto supremo de resistencia ante el terror. ¿Qué más desafiante que reír en medio de la muerte?
—Ya no le cuenten. Lo están asustando —dice alguien, pletórico de ironía.
—Mejor cántanos las cartas —me piden. Las manos no dejan de temblarme.
Miro a las mujeres —esas lindas porteñas prometidas por el poeta José Sierra, hacia las que puede navegarse en busca de amor— diluirse ahora en el llanto de sus miedos. Miro a los hombres, buenos en esencia, que guardan en sus teléfonos los números de ambulancias, patrullas, auxilios inmediatos. Al anciano, que no se cansa de decir que todo va para peor y maldice al gobierno. A las viejitas, que al despedirse de sus hijos se quedan petrificadas ante las puertas y lanzan suspiros interminables.
Los miro a todos, a los niños que ríen y cuentan chistes sentados en esas mesas colocadas en U en el patio trasero de esa casa, en una ciudad cualquiera de Tamaulipas que deliberadamente tergiverso y no identifico con claridad.
Pienso en ese acto supremo de rebeldía: guarecidos bajo el fresco de la noche, mujeres, hombres, chamacos, protegidos de todo cuanto pueda pasar afuera, en aquellos laberintos, fraguan una resistencia que se alimenta con gritos, carcajadas que duran horas, en un espacio que nada ni nadie podrá arrebatarles.
—Cántanos las cartas –insisten.
—No, ni madres. No puedo —tiemblo de miedo.

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